Las relaciones emocionales establecidas en la infancia
conforman gran parte del futuro de una persona. Así, aunque tradicionalmente lo
racional ha marcado la práctica de educar, las habilidades emocionales y
sociales se hayan fuertemente vinculadas con las racionales.
Lo que alienta a educar el corazón es la idea de que si
hoy nos ocupamos de las emociones, mañana reduciremos la incidencia de
problemas derivados de emociones conflictivas. Estos problemas pueden ser
simples y cotidianos o verdaderamente graves como la violencia, el suicidio o
el consumo de drogas.
Otra de las razones por las que debemos educar el corazón
para poder desarrollar la mente es que la plasticidad neuronal propia de la
infancia nos ayudará a moldear el desarrollo cerebral, fundamentando así el
desarrollo de circuitos saludables.
La práctica hace al maestro
Lo que más nos importa es trabajar los momentos en los
que nos atrapa una emoción, pues es entonces cuando podemos aprender a
gestionarlas bien. O sea, que el aprendizaje es mayor a través de la práctica
dado que las emociones son algo intangible o abstracto que puede resultar
complicado entender sin tener algo con lo que experimentar.
Por ejemplo, los niños a los que se les reconocen las
emociones negativas como la ira o el enfado aprenden a regularlas mejor y a
afrontarlas con éxito. Sin embargo, tristemente, lo habitual es enfrentar las
emociones de nuestros niños; es decir, que si ellos se enfadan, nosotros les
castigamos o nos enfadamos con ellos como respuesta.
Esta reacción adulta hace que los niños saquen la
conclusión de que no deben compartir ciertas emociones y, como consecuencia, acaben
desconectándose de ellas. Esto no ocasiona que la emoción desaparezca en ese
momento, sino que produce un entorpecimiento de la confianza entre el niño y
sus cuidadores.
Educar el corazón, una grata tarea
Si bien el término educación emocional resulta muy
atrayente, debemos tener cuidado a la hora de llevarla a cabo. Ni todo vale ni
nada queda. O sea, que al igual que enseñamos con sumo cuidado a sumar y a
restar, debemos implicarnos en instruir al corazón.
La idea es que
el niño aprenda a identificar las señales que nos ofrecen nuestros sentimientos
y las usen como base para tomar decisiones adecuadas al clima afectivo que se
respira en el entorno.
Para esto, debemos transmitir un mensaje claro a los
niños: todos los sentimientos están bien, son las conductas las que pueden
estar mal. Es clave para el desarrollo emocional percatarse de que todo el
mundo siente en alguna ocasión celos, avaricia, desilusión, etc. Sin embargo,
lo importante es que se familiaricen con ello y aprendan a expresarlo de la
manera adecuada.
Para lograrlo debemos preocuparnos por proporcionarles
herramientas que les ayuden a llevarlo a la práctica. Esto es de suma
importancia dado que hay muchos niños que temen sus sentimientos, ya que se
sienten incapaces de separarlos de su conducta.
Es decir, es muy importante que el niño comprenda que si
en alguna ocasión se le ha castigado al expresar la ira, no hay sido por la
emoción en sí sino por su conducta. Para ello podemos contarles historias en
las que un niño haya sentido esa emoción y su manera de resolverlo, invitarles
a que nos cuenten sus vivencias, a que nos hagan un dibujo o que escriban
acerca de ello.
A partir de ello el niño tiene que aprender a calmarse
antes de pensar y de actuar. Está bien que se enfade o sienta celos, pero tiene
que reconocer que la activación que siente se deriva de la emoción
(independientemente de cuál sea esta).
O sea, no se trata de decir a los niños que se calmen,
sino de invitarles a comprender que ciertos estados emocionales son
displacenteros para todos. Así, para controlar el comportamiento que deriva de
su emoción tienen que comprender que deben tratar su entorno como quieren que
su entorno les trate a ellos.
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