Señala Zafón en su libro “El
laberinto de los espíritus” que “cualquiera
que aspire a conservar su sano juicio necesita de un lugar en el mundo en el
que pueda y desee perderse“. Además, describe a este último refugio,
a este último lugar de seguridad como “un pequeño anexo del alma al que, cuando
el mundo naufraga en su absurda comedia, uno siempre puede correr a esconderse
y extraviar la llave”.
Esta reflexión, en parte
cierta y en parte no, sí nos deja una idea sobre la que pensar. Por un lado
parece que todos contamos con ese rincón de retiro o espacio de seguridad en el
que nos sentimos más protegidos. Puede ser un lugar físico, un lugar de nuestra
mente o la combinación de ambos; en el que haya objetos, pero también recuerdos
e ilusiones.
Es un lugar alrededor del que
hemos paseado con muy pocas personas y en el que nadie ha entrado. En el
guardamos esos sueños que hemos compartido con muy pocas personas, pero también
los que no hemos compartido con nadie; lo mismo pasa con los sueños o con las
fuentes de dolor.
Alicia Gris -la enigmática
protagonista de “El laberinto de los espíritus”- es una moradora casi perpetua
de este refugio y al mismo tiempo es una moradora que desconoce una gran parte
del contenido que hay en él. De ese refugio sale muy poco, por lo que cuenta
con unos ojos demasiado cansados para distinguir la forma que tiene lo que le
rodea e identificar aquello que la define y que está en ese mismo rincón. Por
eso, detrás de su capa de seguridad se esconde el retrato de un personaje
inseguro, como muchas personas de carne y fuego.
¿Qué guardamos en
nuestro refugio?
Guardamos el olor de las
personas que nos han ayudado, con un recuerdo muy especial para aquellas que lo
hacen todos los días y para aquellas que lo hicieron sin un porqué más allá que
el de que nos sintiéramos bien. También guardamos esos asideros a lo que nos
agarramos en los peores momentos y pequeños trofeos, frutos de lo que vivimos
como nuestros mejores triunfos. Con nosotros están las personas que
fallecieron, que echamos mucho de menos y ya no podemos tocar.
Aquí también están esos
sueños que dejamos en la estantería cuando fuimos creciendo. Unos sueños en los
que se marcan nuestras huellas como prueba de que ha habido momentos de que los
hemos vuelto a tener en las manos, pero también como prueba de que no los hemos
retomado. También se apilan mezcladas “fantasías inconfesables” con
“inconfesables a medias”, entre las que muchos guardan la de dejarlo todo y
comenzar a vivir.
-¿Está bien, Fermín?
-Como un toro bravo.
-Pues creo que nunca le había visto tan triste.
-Eso es que ya le toca graduarse la vista.
Daniel no insistió.
-¿Qué me dice? ¿Vamos tirando? ¿Qué tal si le invito a
unos espumosos en El Xampanyet?
-Gracias Daniel, pero hoy casi le diré que no.
-¿No se acuerda usted? ¡Que nos espera la vida!
Fermín le sonrió y, por primera vez, Daniel se dio
cuenta de que a su vejo amigo no le quedaba un pelo en la cabeza que no fuera
gris.
-Eso es a usted, Daniel. A mí solo me espera la
memoria.
El laberinto de los espíritus -Carlos Ruíz Zafón-
También guardamos nuestros
miedos, nuestra parte más frágil y vulnerable. Aquellos que a los que les hemos
puesto palabras pero de los que sigue naciendo temor; aquellos que solo
intuimos, pero que no nos atrevemos a destapar porque nos aterra la idea de
descubrir lo que de verdad hay debajo.
Además guardamos recuerdos
de situaciones en las que dimos nuestra peor versión. También de esas en las
que nos superamos por las que, al sujetarlas de nuevo en nuestra conciencia,
nos preguntamos por cómo demonios fuimos capaces de hacerlo siendo solo un granito
de arena en el universo.
En este refugio se mezcla el
sentimiento de inmensidad por ocupar con nuestra conciencia una buena parte de
nuestro yo, relacionado con el hecho de que somos irrepetibles, pero también un
sentimiento de enanismo por lo poco que somos frente a la inmensidad del
universo, relacionado con el hecho de que somos reemplazables.
En este rincón se da una de nuestras mayores
paradojas: la de ser reemplazables o prescindibles frente al hecho de ser
irrepetibles.
Es un refugio de
paso, no de estancia
Demasiado
tiempo en este refugio llena nuestros ojos de un mar de nostalgia poco
navegable. Nos vuelve a nosotros también parte del pasado y del
futuro, eliminado por completo el presente en el que se mueven nuestros
sentidos. Las personas que viven mucho tiempo en este lugar se pasan el día con
el piloto automático y proyectan en los demás una sensación de ausencia y
lejanía.
De hecho todo lo positivo
que hay colocado en las estanterías o apilado en el suelo, junto a la chimenea,
pasa a desprender un aroma de tristeza. Es entonces también cuando nuestro
interior se desliga completamente de la imagen que proyectamos, porque cuando
más tiempo pasamos en este lugar más complicado es que nadie se acerque. Los
demás se alejan más y más.
Bien, entonces ¿qué podemos
hacer para que este refugio no nos inunde de emociones negativas?
No
desconectes de lo que sucede a tu alrededor. Si quieres, pasa
unos días sin leer noticias o ver el telediario, pero no cortes los lazos con
las personas que te quieren.
Si no
te sientes comprendido, busca que te comprendan y no te alejes.
Desde la distancia, esa sensación de incomprensión solo podrá aumentar.
Ten
siempre pequeñas a metas a corto plazo. Modúlalas en función de tu
tolerancia al estrés, pero mantén siempre al menos un proyecto que pueda
proporcionarte satisfacción.
Sé
consciente de donde estás, no solo físicamente sino también mentalmente.
Cuando entres en este refugio, anota el momento y no de dejes que demasiado
tiempo sin que salgas. Equilibra el tiempo que pasas en soledad y en compañía.
Como hemos visto, este
refugio nos puede salvar en muchas ocasiones pero en otra puede trasformarse en
la peor trampa en la que podríamos caer. Mi recomendación es que lo disfrutes
al máximo cuando estés en el pero no termines reduciendo tu vida a lo que hay
entre cuatro paredes, ya sean reales o imaginarias.
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