Ser el mejor se ha
convertido, en esta sociedad en la que vivimos, en uno de los objetivos más
importantes de casi cualquier persona. Ya desde que somos niños, empiezan a
evaluar con notas numéricas nuestro desempeño en distintas áreas, sin tener en
cuenta si nos gusta o no lo que estamos realizando.
El que consigue ser un diez o un nueve en casi todo,
se convierte en “el mejor” y eso le lleva a ganarse merecidamente, la
aceptación y el aplauso de los que haya a su alrededor.
Lo normal es que esa
aprobación de los demás le haga sentirse muy bien consigo mismo ¿A quién no le
gusta que le reconozcan sus méritos y se le valore por lo que ha conseguido?
Muy al contrario, aquel que
no se desempeña de forma sobresaliente en aquello
en lo que todo el mundo debería ser bueno o muy bueno, acaba atrayendo los
desprecios de sus compañeros, de los profesores e incluso de los
propios padres. Progenitores que dan reprimendas o le imponen castigos a su
hijo: al no haber conseguido ser el mejor, nunca podrá convertirse en un
“hombre de provecho”.
Ser el mejor para
ganar autoestima
Cuando hemos llegado a ser
los mejores, normalmente nos inunda un sentimiento de plenitud. Ser el número
uno nos hace ganar autoestima, pues como hemos comentado antes, estar en lo más
alto genera la admiración de los demás, así como otras consecuencias positivas
externas que valoramos mucho. En ocasiones, incluso, demasiado.
Cuando mencionamos esas
consecuencias positivas externas nos referimos a la fama, al éxito, al dinero…
algo a lo que en nuestras sociedades se le da un valor desmesurado y por lo que
tendemos a luchar a capa y espada y cueste lo que cueste.
Todo el mundo quiere llegar a ser el mejor en lo que
hace, porque si no, ¿qué sentido tiene? -nos preguntamos a menudo-.
En este sentido surge la
trampa de la autoestima. Cuando hablamos de autoestima nos referimos a la
propia estima, es decir, al amor que le tenemos a nuestra persona, a nuestro
ser. Muchas veces asociamos ese amor a nosotros mismos con ciertas características
externas, por lo que creamos una autoestima dependiente.
Nos queremos y admiramos si
somos guapos, altos, delgados, cultos, con trabajo, con pareja…o siendo los
mejores en todo lo que hacemos. Por lo tanto, nos odiamos, censuramos y machacamos
si no tenemos todo lo que acabamos de enumerar.
Por eso no tiene sentido querer ganar autoestima
haciendo la típica lista terapéutica de “mis virtudes y logros” ya que eso no
tiene por qué hacer que te quieras más.
Ser el mejor, el más
trabajador, el más guapo, el más simpático, el número uno de la clase, etc, es
solo aire. No tiene valor en sí mismo y sirve para menos de lo que pensamos, lo
que ocurre es que nos han dado a entender que ser el mejor es lo más valioso
que existe y desgraciadamente, casi todos nos lo hemos creído.
No se gana más autoestima
por ser mejor que otra persona, ni tampoco se es más feliz por ello. Si así
fuese, no conoceríamos tantos casos de personas exitosas, con fama, con dinero,
atractivas…que han confesado ser muy infelices y cuyas vidas han acabado en un
final precipitado por la tragedia.
¿Cuántos deportistas famosos
han acabado en el mundo de las drogas porque no podían soportar las exigencias
-propias y de sus entrenadores- a las que se veían sometidos? ¿Cuántos actores,
cantantes o artistas no han acabado su vida de forma voluntaria o siendo víctimas
de su propio maltrato?
¿Qué ha pasado con eso de que ser el mejor te hará una
persona con una buena autoestima y a su vez, serás muy feliz?
Ser el peor y, aún
así, aceptarse
Querer ser el mejor, como
hemos visto, solo sirve para administrarnos unas buenas dosis de ansiedad a
nosotros mismos. La cultura del esfuerzo, de “ser una mujer y un hombre de
provecho” o de ganarse la vida con sudor y lágrimas lo único que ha conseguido
es crear multitud de personas infelices. Espíritus que quieren alcanzar esa
supuesta meta autoimpuesta a la que no tendrían por qué llegar, ya que no
estamos obligados a ello ni va a introducir fichas en nuestra cartera de
felicidad.
Además de ansiedad, querer ser el mejor, también puede
sumergirnos en la más profunda de las depresiones, si no conseguimos llegar a
ser todo eso que anhelamos.
Al
final, lo único que conseguimos es que nuestra felicidad y nuestro amor propio
esté en función de lo externo y no que sea algo que se
cimente en nuestro interior. Por lo tanto, si queremos dejar de ser partícipes
de esta idea irracional podemos empezar por practicar la aceptación
incondicional. Aceptación y autoestima pueden parecerse, pero son conceptos
distintos.
La aceptación sana no va en
función de si soy mejor o peor, más guapo o más feo, más inteligente o menos.
La aceptación consiste en gustarse, amarse, cuidarse, mimarse sin importar lo
que soy, cómo soy o qué he conseguido. Simplemente
nos queremos porque somos personas, valiosas ya desde que nacemos.
Nada externo puede aportar
más o menos valor a un ser humano porque las personas no se miden de forma
cuantitativa. No tenemos una
regla para medir el valor de nadie, por lo que todas las
valoraciones que nos hacemos y hacemos a los demás son producto de la cultura:
algo social, pero no es real.
Te invito a que hagas la
siguiente reflexión: imagínate siendo el peor en algo -en tu trabajo, en tu
clase, el que menos liga de tu grupo de amigos- y sintiéndote a pesar de ello,
muy feliz, muy a gusto contigo mismo. ¿Es posible verdad? Pues si con tu
imaginación eres capaz de ponerte en ese lugar, ahora puedes empezar a moverte
hasta él. !Te adelanto que será un camino de maravillosos descubrimientos!
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