Son muchos los que dicen
conocernos; sin embargo, hay quien nos habla sin escucharnos, quien nos mira
sin vernos, los mismos que tampoco dudan en colocarnos una etiqueta. En este
mundo de juicios rápidos no abundan las mentes pacientes, esas capaces de
entender que tras un rostro hay una batalla, que tras un nombre hay una
historia.
Daniel Goleman nos explica
en su libro “Inteligencia Social” un detalle que no nos pasa desapercibido. Tal
y como muchos otros psicólogos y antropólogos nos han explicado más de una vez,
el cerebro del ser humano es un órgano social. Las relaciones con nuestros
semejantes son esenciales para sobrevivir. No obstante, Goleman apunta un
aspecto más: a menudo, también somos “dolorosamente sociales”.
Conoces mi nombre, no mi historia. Has oído lo que he
hecho, pero no lo que he pasado…
Dichas interacciones no
siempre traen un beneficio, un refuerzo positivo del cual aprender e integrar.
Hoy en día, nuestra mayor amenaza depredadora es, por asombroso que parezca,
nuestra propia especie. Una amenaza que podíamos comparar con un combustible
que arde sobre todo en ese mundo emocional; un lugar que a menudo queda vulnerado,
criticado o puesto en tela de juicio a través de una etiqueta que nos cosifica.
Cada uno de nosotros somos
como regios navíos abriéndonos paso en océanos más o menos tranquilos o más o
menos convulsos. En nuestro interior, y colgadas del ancla de ese barco
hermoso, penden y se libran nuestras batallas personales. Esas con las que
intentamos avanzar a pesar de todo, esas que a veces nos encallan sin que el
resto del mundo sepa muy bien qué nos ocurre, qué nos detiene o qué nos duele.
Te proponemos reflexionar
sobre ello.
La historia que
nadie ve, el libro que llevas dentro
Colgar
una etiqueta es, por encima de todo, renunciar a nuestra capacidad de
percepción o la oportunidad de descubrir qué hay más allá de una
apariencia, de un rosto, de un nombre. Sin embargo, para llegar a este delicado
estrato de la interacción humana se necesitan tres cosas: un interés sincero,
apertura emocional y tiempo de calidad. Dimensiones que a día de hoy parecen
haber caducado en demasiadas almas.
Somos conscientes de que
muchos de los enfoques terapéuticos con los que se trabaja a día de hoy centran
su importancia en las oportunidades presentes, en ese “aquí y ahora“ donde el
pasado no tiene por qué determinarnos. Sin embargo, las personas, lo queramos o
no, estamos hechas de historias, de retazos experienciales, de capítulos que
dan forma a una trama pasada de la cual, somos resultado.
Un pasado no determina un
destino, lo sabemos, pero da forma al héroe o la heroína que somos en la
actualidad. Así, ese proceso, esa historia personal a la que hemos sobrevivido
con magnífico orgullo, es algo que no todos conocen, y algo que a su vez,
elegimos compartir solo con unos pocos. Por ello, lo único que pedimos en el
discurrir de nuestra cotidianidad es respeto mutuo y no recurrir a las manidas
etiquetas donde las maravillosas particularidades del ser humano, quedan
estandarizadas.
Cambiemos el foco de
atención
Imaginemos por un momento a
una persona ficticia. Se llama María tiene 57 años y hace unos meses que ha
empezado a trabajar en una tienda. Sus compañeros/as la etiquetan de apocada,
de reservada, aburrida, alguien que esquiva la mirada cuando se inicia una
conversación con ella. Son muy pocos los que conocen su historia personal:
María sufrió malos tratos durante más de 20 años. Ahora, tras separarse
recientemente de su pareja, ha vuelto, después de mucho tiempo, al mundo
laboral.
“Mi historia no es dulce, ni agradable como las historias inventadas.
La mía tiene sabor a disparate y a confusión”
-Herman Hesse-
Caer en
el juicio rápido y la etiqueta es fácil. María es muy consciente de
cómo la ven los demás, pero sabe que necesita tiempo, y si hay algo que no
desea, es que los demás la compadezcan. No está obligada a contar su historia,
no tiene por qué hacerlo si no quiere, lo único que necesita es que quienes la
envuelven, cambien el foco de atención.
En lugar de centrar nuestro
interés solo en las carencias ajenas, en proceder a un análisis rápido que
derive en el clásico estereotipo para delimitar lo que es diferente a nosotros
mismos, hemos de ser capaces de desconectar el juicio para activar la empatía.
Esta dimensión y no otra es la que nos hace “personas” y no simples humanos
cohabitando en un mismo escenario.
No podemos olvidar que la
empatía tiene un fin muy concreto en nuestro cerebro emocional: entender la
realidad del otro para garantizar su supervivencia. Tenemos que aprender a ser facilitadores emocionales en lugar de simples
depredadores de energía, devoradores de ánimo o aniquiladores de autoestima.
Todos lidiamos batallas muy
íntimas, a veces descarnadas. Somos mucho más de lo que dice nuestro carnet de
identidad, nuestro currículum o expediente académico. Somos polvo de estrellas,
como dijo Carl Sagan una vez, estamos destinados brillar pero a veces, optamos
por a apagarnos la luz unos a otros. Evitémoslo, invirtamos más en respeto, en
sensibilidad y altruísmo.
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