Lo que quiero decir,
Lo que creo decir,
Lo que digo,
Lo que quieres oir,
Lo que oyes,
Lo que crees entender,
Lo que quieres entender,
Y lo que entiendes…
¡Hay 9 probabilidades de no
entenderse!
Sin duda, la comunicación
humana es complicada y el lenguaje es fuente de malos entendidos. Y es que no
basta con elegir las palabras adecuadas, nuestra comunicación no verbal también
dice mucho. De hecho, todos somos, en mayor o menor medida, expertos en comunicación
extraverbal. Sin saberlo, nuestro cerebro decodifica esas pequeñas señales y
activa la alarma cuando aparece una incongruencia o sentimos que estamos siendo
atacados.
Por eso, en muchas ocasiones
no se trata de lo que dices, sino de cómo lo dices. A veces no son las palabras
sino el tono de voz o los gestos los que marcan la diferencia. De hecho, el
sarcasmo puede cambiar completamente el significado de las mejores palabras. De
la misma manera, no podemos convencer a alguien de que no estamos enfadados si
nuestra actitud desvela que nos sentimos molestos e incómodos.
Por otra parte, hay
ocasiones en que transmitimos un buen mensaje pero no elegimos el tono o las
palabras adecuadas. Por ejemplo, una crítica puede ser constructiva si
utilizamos las palabras adecuadas pero esa misma crítica puede ser destructiva
y minar la autoestima de la persona si usamos el tono erróneo.
¿Cuál es la
solución?
Para comunicar, no es
suficiente con hablar, es necesario ser escuchado, y ni siquiera basta con ser
escuchado, es imprescindible ser comprendido y aceptado. Esto significa que,
más allá del mensaje que quieres transmitir, para conectar con otra persona es
imprescindible que te pongas en su lugar.
No se trata de comunicar de
forma artificial, escondiendo nuestras emociones, todo lo contrario, la clave
radica en comunicar desde nuestra esencia. De hecho, el principal problema es
que a veces intentamos esconder lo que realmente pensamos o sentimos, y nuestro
interlocutor se da cuenta de que el mensaje que transmitimos no es auténtico.
Por supuesto, tampoco
debemos dejar que las emociones se conviertan en un flujo imparable que rompa
los diques y dañe la relación, sobre todo cuando se trata de la ira o la
frustración. Debemos aprender a canalizar nuestras emociones de manera que
nuestro mensaje sea auténtico y que, a la vez, tenga un efecto positivo sobre
la otra persona.
No es lo mismo decir: “no
vales para nada” que “no has hecho bien el trabajo, la próxima vez podrías
intentar…”. Tampoco es lo mismo decir: “siempre haces lo mismo” a “me has hecho
daño, quisiera que la próxima vez tuvieras en cuenta mi opinión”.
Por supuesto, estos cambios
en la manera de comunicar no se logran de la noche al día. Es necesario
practicar y, sobre todo, aguzar los sentidos para comprender el impacto
emocional que están teniendo nuestras palabras en la otra persona. De esta
forma podremos suavizar el mensaje cuando sea preciso o incluso podremos
mostrar nuestra vulnerabilidad, si la ocasión lo demanda.
Recuerda que la clave está
en comunicarnos desde nuestra esencia, con afecto y respetando al otro.
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