La desconexión interior es
un mecanismo de defensa que muchos suelen practicar. Es elegir no sentir para
no sufrir, es “enfriar” el
corazón para proteger el alma de nuevos fracasos, de nuevas
decepciones y heridas que no cicatrizan. Ahora bien, esta estrategia lo que va
a conseguir en realidad es alejarnos de una participación saludable de la vida.
Analicemos
por un momento qué finalidad tienen nuestras emociones.
Cada vez que se activan en el cerebro ejercen una reacción en todo nuestro ser.
La repugnancia, por ejemplo, nos aleja de algo o alguien. El cariño, la
ilusión, el afecto o la pasión nos conectan y nos inyectan todo un torrente de
dinámicas con las cuales, ser más energéticos o creativos que nunca.
“No amar por temor a sufrir es como no vivir por temor
a morir”
-Ernesto Mallo-
Sin embargo, quien piense
que las emociones negativas no tienen ningún fin o que su único propósito es
traernos la infelicidad se equivoca. En realidad, son ellas las que han
permitido que el ser humano se adapte, aprenda y avance a lo largo de su
evolución y su ciclo vital. El
miedo o la angustia son mecanismos de supervivencia, son señales de
alarma que debemos saber interpretar para poder traducirlas en respuestas
adaptativas que garanticen nuestra integridad.
Desde la neurociencia, y a
través de libros tan interesantes como “A new view of pain as a homeostatic
emotion” (Una nueva visión del dolor como principio de la emoción
homeostática), se nos explica algo muy revelador: el hombre moderno experimenta mucho miedo.
A pesar de carecer de depredadores externos o de peligros físicos concretos, el
temor de este mundo avanzado es mucho más profundo y laberíntico.
Hablamos de los temores
internos, de esos demonios personales que nos paralizan, que nos quitan el aire
y que tienen, sin duda, múltiples orígenes. Ante nuestra incapacidad para gestionarlos, a menudo,
optamos sencillamente por aplicar el síndrome de desconexión emocional.
Te proponemos reflexionar
sobre este concepto que, tal vez, te sea ya muy conocido.
El síndrome de
desconexión interior: un mecanismo de defensa demasiado común
Imaginemos
por un momento a una persona ficticia con un nombre cualquiera: Miguel.
Este joven cuenta ya con un pasado afectivo surtido numerosos fracasos. Su
nivel de decepción es tan profundo que ha iniciado una nueva etapa en su vida
donde reduce su grado de compromiso emocional a la mínima expresión. No quiere
volver a sufrir ni experimentar más desilusiones, más desengaños.
Sus mecanismos de defensa
para lograr este objetivo son muy afinados: ha iniciado una compleja
disociación entre pensamientos y emociones hasta el punto de “intelectualizar”
cualquier hecho. De este modo, protege su aislamiento emocional en todo momento
con razonamientos como el siguiente: “Soy feliz estando solo, pienso que el
amor es una pérdida de tiempo y algo que frena mi futuro profesional”.
Miguel
ha desarrollado lo que se conoce como síndrome de desconexión interior para
dejar a un lado los desencantos del pasado, procurando así que no vuelvan a repetirse. No
obstante, y aquí llega el dato más revelador: además de poner muros a una
participación saludable de la vida, lo que está consiguiendo nuestro
protagonista es hundirse en el mismo vacío emocional del que deseaba
protegerse.
Los efectos de la
desconexión emocional
Si para Miguel amar es
sufrir, cerrar las puertas al amor supone a menudo trasladar ese mismo
sufrimiento a todos los ámbitos de su vida. La desconexión emocional es un virus implacable que
avanza despacio conquistando múltiples territorios. Porque la
persona que lo experimenta deja de registrar internamente el cariño y el afecto
como algo significativo.
Al poco, emergerá la
sibilina frustración, la afilada amargura, el implacable mal humor y ese
malestar emocional que tarde o temprano, se traduce en dolor físico, en
insomnio, en diversas enfermedades y cómo no, en la sombra de una depresión.
Vivir conectado a
nuestras emociones: un salvavidas cotidiano
Hablábamos al inicio del
peso de las emociones negativas en nuestra vida. Las definíamos como mecanismos
de supervivencia; sin embargo, como hemos podido ver en el ejemplo anterior,
muchos de nosotros en lugar de atenderlas y entenderlas, las colocamos en el
ancla de nuestros barcos mentales para sumergirlas en el vacío de la
indiferencia. Del olvido.
“Si no
hubieras sufrido como lo has hecho, no tendrías profundidad como ser humano, ni
humildad ni compasión”
-Eckhart
Tolle-
Elegir
no sentir para no sufrir no tiene sentido. No lo tiene porque
el ser humano, por mucho que nos digan, no es una entidad racional ni un
ordenador. Somos un cúmulo de fabulosas emociones que nos guían y que nos dan
la vida para conectar los unos con los otros, para aprender después de las
caídas, para llorar las penas, reír la felicidad y avanzar con el rostro alto
tras sortear esos peligros de los cuales, hemos obtenido una lección.
Desde la neurociencia nos
recuerdan que la desconexión interior que nace de un conjunto de emociones
negativas no es útil ni saludable. Las emociones negativas, como el miedo o el
disgusto, tienen un propósito y dan forma a algo que los científicos definen
como “impulso homeostático”. El ser
humano está diseñado para actuar, no para quedar aislado en sus islas de
insatisfacción.
Cuando nuestro equilibrio
interior se ve perturbado, una buena idea es aunar energías, ser creativos,
valientes para recuperar esa homeostasis interna; así alcanzaremos esa plenitud
emocional o ese punto perfecto donde nada duele y nada se echa falta.
Permitámonos “sentir” de nuevo para conectar primero con nosotros mismos y
después atrevernos a establecer contacto con quienes nos rodean.
Al fin y al cabo, nuestro cerebro es una maravillosa entidad social y
emocional que necesita de los demás para estar bien, para estar en paz y en
necesitado equilibrio. Cuidemos
entonces de nuestras emociones.
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