La
soledad es buena en el agobio. Es mala como un demonio
cuando por fin queremos hablar y se acumulan las dudas. Ponerle palabras a lo
que necesitamos, anhelamos y deseamos, a nuestros caprichos más tontos, y no
hay nadie al lado. Llamamos porque ni el sofá, ni la manta ni el helado,
demasiado frío, sirven de salvavidas. Lo hemos intentado con ellos, pero no
despejan ninguno de nuestros interrogantes.
Entonces miramos la lista de
contactos de nuestro teléfono y pensamos a quién llamar, con quién
desahogarnos. A media que aparecen nombres también aparecen respuestas. Con la
mayoría podemos adivinar qué nos dirán, con otros sabemos directamente que no
nos atenderán, que no tendrán tiempo para compartir un café caliente o que nos
escucharán mientras ordenan mentalmente la colada en el tendedero.
Hablo contigo para
que me escuches
Te lo cuento para que me des
calor, para que entiendas que estoy pasando por un mal momento. Para que sepas
que me da mucha rabia, un coraje acumulado que me hace llorar a escondidas y
acurrucarme entre las sábanas a pleno sol. No necesito que me digas que me lo
advertiste, ya sé que tú “tan listo” nunca habrías llegado a esta situación.
Pero tú no tienes a mis
miedos, a mis demonios, a mis ilusiones y a mis requisitos, personales e
intransferibles, que te hacen el comandante de mi vida. Esa soy yo, aunque a
veces reniegue y la quiera mandar por la ventana. No me “tomes por tonta”,
aunque tenga un carácter alocado no juego con las cosas importantes, con ellas
me pongo seria. Nunca lo habría hecho si no hubiera pensado que era lo mejor
para mi propósito, aunque haya terminado en el despropósito del que nacen mis
lágrimas.
No necesito que me eches la
bronca, ya tengo un pepito grillo propio que en estos momentos no consigo
callar ni sometiéndole a las perores torturas. Grita más que mi capacidad para
ignorarle. Insistente, cabezota, incansable, cómo se nota que es mío el muy
capullo. Tampoco te rías, porque no tiene gracia. Si así piensas que le quitas
hierro al asunto te equivocas: lo único que haces es que me sienta más
insignificante cuando ya de por sí me siento pequeñita.
“La empatía reside en la habilidad de estar presente
sin opinión”
-Marshall Rosenberg-
No quiero saber lo
que harías tú
Tampoco quiero saber qué
harías en mi lugar, este no
es un cónclave para encontrar soluciones. Al menos no antes de que
sienta, de que me asegure de que me has entendido, de que te has puesto no solo
mis zapatos sino todos mis complementos y estás dispuesto a cargar con la
dificultad que imponen. Después, quizás puedes ayudarme a valorar opciones,
pero sin volver a tu sitio.
Tampoco
pienses que voy a hacerte caso solo porque en el pasado me equivoqué. Eso
no le da ahora a tu criterio más valor que al mío, no te olvides que no he
abandonado la responsabilidad de asumir lo que ha pasado, ni lo que pase. Son
decisiones independientes y sí, quizás tengas que ser testigo de cómo me vuelvo
a equivocar pero….¿acaso no lo soy yo contigo?
Abrázame.
Parece que te lo tengo que decir todo. Perdona, eso no, eso solo es producto de
mi estado de ánimo. Pero puedes abrazarme igual, en este punto me calmará, me
calmará mucho. Incluso te dejo, ya que llevas un rato con todo mi peso, que
vuelvas a tu sitio y me cuentes qué te preocupa, por qué matarías o si tienes
hambre. Para lo último tengo un poco de helado que me ha sobrado, ¿quieres?
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