La relación con mi madre siempre ha sido disfuncional.
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IMAGEN: PEXELS |
Creciendo, mi madre era más grande que la vida y parecía
intentar siempre hacerme sufrir. Sus palabras eran ásperas y sin amor, su
aprobación inalcanzable. He pasado gran parte de mi vida luchando por llegar a
un acuerdo con lo que yo, como niña, debí haber hecho mal, para que ella me
trate de esa forma.
Lo que yo no sabía entonces era que mi madre sufría de
trastorno bipolar y luchaba con el abuso y el trauma de su interior. Eso
obviamente no justicia la forma en la que me trató, pero al menos me explica el
porqué de su actitud.
Ese entonces, la bipolaridad era vista como un simple
ataque de locura. A lo sumo, la gente hablaba sobre mi madre en las sombras diciendo
que estaba desequilibrada o loca. Las familias escondían esos problemas y
fingían que el mundo estaba como debía ser. Y las cosas se agudizaban y
crecían.
He empezado a mirar mi pasado a través de diferentes ojos,
tratando de tener en cuenta su desorden. Una vez más, no busco racionalizar ni
excusar sus acciones. Durante demasiado tiempo, he mirado atrás a mi pasado a
través de los ojos de la joven, maltratada y rota, que vivió a través de ella.
En sus ojos, todo era simple y sencillo, bueno y malo, blanco y negro. No había
sombras de gris ni compasión.
Hoy, mi intención es tener en cuenta su enfermedad mental y
comprender que, mientras ella es responsable de sus acciones, su vida estaba
tan manchada por su propia enfermedad mental y trauma que ella no era
completamente ella misma. Muy pocas cosas en este mundo son claras y simples,
buenas y malas, en blanco y negro. Mi relación con mi madre fue pintada en una
multitud de grises.
Mi madre era a menudo irrazonablemente crítica de mis
logros. Una nota perfecta era aceptable; Una nota casi perfecta no lo era.
Cualquier cosa menos que el primer lugar en cualquier aspecto de mi vida
equivalía al fracaso. Si una prueba o un papel llegaba a casa con menos de la
calificación perfecta, se la pasaba horas de horas explicándome la grandeza de
mis pequeños errores. Una vez fui golpeada porque en un grado bajé de 96 a 94.
Cuando era niña, interiorizaba sus críticas. No importa lo duro
que me esforcé, siempre sentí que nunca me mediría a sus estándares. A pesar de
las altas notas y la participación en los deportes y los grupos académicos, me
sentí como un fracaso. Maestros y entrenadores me llenaban de elogios, pero se me
sentía vacía. Quería más que nada complacer a mi madre, para finalmente ganar
su aprobación. Nunca lo logré.
Como una persona adulta ahora, trato de analizar sus
acciones desde diferentes puntos de vista. Ella vio potencial en mí y nunca
quiso que me conformara con menos de lo mejor que podía hacer. Ella se había
casado joven y comenzó a tener hijos temprano. Quería que yo construyera un
futuro mejor para mí. Tal vez, dentro de una vida que tenía muy poco control,
yo era una cosa que podía controlar, una persona que podía moldear y esculpir
para ascender más alto de lo que había aterrizado ella en la vida.
Tenía siete años la primera vez que recuerdo que mi madre
me decía que me odiaba y deseaba que yo no haya nacido. A lo largo de mi niñez,
me dijo muchas veces que yo había arruinado su vida y que nunca debía dejar
entrar a nadie porque, una vez que llegaran a conocerme, se irían. Palabras
como estas me han perseguido desde la infancia. Cada vez que fui rechazada o
abandonada, lo tomé como una profecía cumplida.
Considerando esas palabras ahora, me enfrento a la fea
verdad de la enfermedad mental. La enfermedad mental no sólo puede causar que
los que la sufren interioricen las acciones de los demás, sino que también
puede causar que estas personas proyecten su propia enfermedad en los que los
rodean. Yo era, en muchos sentidos, una extensión de ella. Si se veía a sí
misma como una persona no digna de amor, tiene sentido que me haya visto a mi
como no digna de amor también.
Mi relación con mi madre siempre ha sido disfuncional.
Cuando hablo de ella, a menudo me siento como esa niña otra vez, caminando por esa
línea delgada entre intentar tan desesperadamente complacerla y estar
aterrorizada por fracasar. Me siento más vulnerable al hablar de ella que
cualquier otro aspecto de mi vida porque esa niña dentro de mí nunca entenderá
por qué ella no me amaba. Por qué no podía amarme.
Tantas elecciones en mi vida han sido hechas por ninguna
otra razón que yo no queriendo convertirme en ella. Donde ella era crítica e
inflexible, hice todo lo posible por ser flexible y alabar a los que me rodeaban;
Mientras ella era cerrada, me enorgullecía de ser imparcial.
Hace poco tiempo empecé a hablar con ella más seguido. Ella
está luchando con su enfermedad, pero ha mejorado bastante. Desde entonces he
hablado con la gente con la que había estado en su último año, meses, días.
Compartieron historias sobre cómo finalmente había recibido la ayuda que
necesitaba y estaba en un mejor lugar mental y emocional. Aprendí que había
desarrollado un cariño por Harry Potter, algo que mis hijos y yo compartimos.
Se había vuelto, en muchos sentidos, extravagante, tonta y
dulce; Ella era amable y generosa casi a la culpa, siempre tratando de ayudar a
otros. Cuando oí una historia sincera tras otra, me di cuenta de que nunca
conocí a mi madre, aunque conocía bien su enfermedad mental.
Era un lodo oscuro que rezumaba sobre ella, borrando su
verdadero yo detrás de una oscuridad y crueldad. La mujer en la que se
convirtió ahora me genera una sensación agridulce. Ojalá pudiera haber conocido
a esa mujer.
Durante años, ansiaba que una madre estuviera allí, que MI
madre estuviera allí. En cambio, me quedo aferrada a los recuerdos de los demás
y huyendo de los monstruos de su propia enfermedad mental en mi depresión.
Escrito por Kevin Guanilo de Hoy Aprendí.
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