Somos una sociedad con el colesterol alto y el ánimo bajo


Somos una sociedad donde el sufrimiento sigue siendo un callado estigma. Tomamos pastillas para el dolor de la vida a escondidas, tratamos nuestro colesterol alto y nuestro ánimo bajo mientras nos preguntan qué “tal anda el ánimo”, como si la depresión fuera eso, un simple resfriado o una infección que curar con antibióticos.
Dicen los profesionales de atención primaria que no dan abasto. Que al día atienden a decenas de personas con claros indicadores de una depresión o de algún trastorno de ansiedad. Es como si la sociedad fuera una pupila que se dilata al entrar a una habitación en penumbra, ahí donde la oscuridad nos atenaza de pronto.

El sufrimiento se adhiere al cuerpo y a la mente, nos duele la espalda, los huesos, el alma, quema el estómago y nos oprime el pecho. Las sábanas nos atrapan en su refugio tibio, como los tentáculos de un pulpo invitándonos a quedarnos ahí, lejos del mundo, de la luz, de las conversaciones y del rumor de la vida.

Tal y como nos advierte la OMS (Organización Mundial de la Salud), en los próximos 20 años la depresión va a ser el principal problema de salud de la población occidental, y para frenar ese impacto no solo necesitamos medidas, herramientas o profesionales bien formados. Necesitamos concienciación y sensibilidad.

Es necesario recordar que ninguno de nosotros somos inmunes a sufrir en algún momento un trastorno psicológico. No podemos banalizar el sufrimiento; es positivo entenderlo, gestionarlo y ante todo prevenir enfermedades como la depresión.
La depresión como estigma y fracaso personal
Marcos tiene 49 años y es auxiliar de enfermería. Hace dos días que le fue diagnosticado un cuadro ansioso-depresivo. Antes de pedir cita al especialista él mismo ya intuía la sombra de esa depresión, tal vez porque reconocía los síntomas como recuerdos de su infancia, cuando su madre pasaba aquellas épocas terribles donde el mal humor y el aislamiento en su habitación. Una época que marcó gran parte de su niñez.

Ahora es él, y aunque le han indicado que coja la baja, Marcos se niega a hacerlo. Teme comentar con sus compañeros de trabajo (médicos y enfermeras) lo que le ocurre, porque está avergonzado, porque para él la depresión es como un fracaso personal, una debilidad heredada. De hecho, a su mente solo llegan pensamientos rumiantes, machacones y persistentes sumados al recuerdo de su madre. Una mujer que nunca fue al médico y que se pasó gran parte de su vida sometida a un vertiginosa noria emocional de subidas y bajadas.


Marcos sí ha ido al psiquiatra, y se dice a sí mismo que está haciendo las cosas bien, porque los psicofármacos le ayudarán, porque solo es una enfermedad más a tratar, como lo es su hipertensión, su colesterol o su hipotiroidismo. Sin embargo, nuestro protagonista se equivoca, porque las pastillas para el dolor de la vida ayudan pero no bastan; porque la depresión, al igual que muchos otros trastornos psicológicos necesitan de tres elementos más: psicoterapia, un plan de vida y apoyo social.

El ánimo bajo, el sufrimiento alto y el desconocimiento eterno
Estamos acostumbrados a escuchar eso de que el sufrimiento es parte de la vida, y de que a veces una experiencia dolorosa nos ayuda a ser más fuertes, a invertir en nuestro crecimiento personal. Sin embargo, se nos escapa que existe otro tipo de sufrimiento que nos embarga sin razón aparente, sin un detonante, como un viento frío que nos apaga el ánimo, las ganas y la energía.

El sufrimiento existencial es el gran virus del ser humano actual. No se ve, no se toca, pero causa estragos. Más tarde un manual de diagnóstico pone nombre a lo que nos ocurre y nos convertimos en una etiqueta más, hasta el punto de que muchos profesionales de la salud pecan en exceso del modelo científico. Se les olvida que cada paciente depresivo es único, con unas características clínicas propias, con una historia propia, y que a veces una misma estrategia no sirve para todos.

Por otro lado, un problema más que encontramos a la hora de abordar la depresión, es que en muchos países sigue sin existir un protocolo adecuado. Generalmente son los médicos de atención primaria los que diagnostican y tratan con fármacos. Si el paciente no mejora se le deriva a psiquiatría. Todo ello nos demuestra una vez más que los problemas de salud mental no están suficientemente reconocidos, a pesar de que la evidencia está ahí: 1 de cada 6 personas sufrirá depresión en algún momento de su vida.

Asimismo, al abordaje a veces deficiente del sistema médico en este tipo de enfermedades, se le añade el estigma social antes citado. De hecho, hay un dato curioso que nos explican en el artículo de la revista “Psychology Today” y que nos invita sin duda a una profunda reflexión.
Si a la población de una ciudad determinada se le explica que la depresión se debe, “en exclusiva”, a causas neurobiológicas hay una mayor aceptación. Es más, aumentarán las visitas al psicólogo o psiquiatra porque uno mismo deja de atribuirse esa “supuesta” debilidad, esa falta de coraje por haberse dejado avasallar por el desánimo y el sufrimiento.

Lamentablemente, tal y como podemos ver, seguimos arraigados en ese subsuelo del desconocimiento, ahí donde determinadas enfermedades siguen siendo sinónimo de locura, de debilidad o de un defecto que esconder. Es momento de normalizar, de entender y ante todo de reflexionar sobre esas otras dolencias que no llevan escayola, que no requieren puntos de sutura ni un gotero cada 6 horas.

Dejemos de infravalorar el sufrimiento y aprendamos a entenderlo, a ser agentes activos y, ante todo, cercanos.


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