Hay personas así, opinadores profesionales, mentes obcecadas
en el “yo tengo la razón y tú te equivocas”. Son perfiles con el ego muy grande
y una empatía muy pequeña, especialistas en alzar disputas continuas, artesanos
habilidosos en desestabilizar la armonía de todo contexto.
Querer tener razón y demostrar que estamos en lo cierto es
algo que a todos nos satisface, no podemos negarlo. Es un refuerzo para la
autoestima y un modo de reequilibrar nuestras disonancias cognitivas. Ahora
bien, la mayoría de nosotros entendemos que hay límites, sabemos que es vital
aplicar actitudes constructivas, una visión humilde y un corazón empático capaz
de apreciar y respetar los enfoques ajenos.
Sin embargo, uno de los grandes males de la humanidad sigue
siendo esa insufrible necesidad por tener siempre la razón. “Mi verdad es la
única verdad y la tuya no vale” enarbola el palacio mental de muchas personas e
incluso de ciertos organismos, grupos políticos o países que gustan de
vendernos sus idearios como panfletos moralizantes.
Ahora bien, más allá de ver estos hechos como algo aislado o
anecdótico, debemos tomar conciencia de que es algo serio. Porque quien se
obsesiona en tener siempre la razón acaba sufriendo dos efectos secundarios
implacables: el aislamiento y la pérdida de la salud. Debemos ser capaces de
conectarnos a los demás, de ser sensibles, respetuosos y hábiles a la hora de
crear entornos más armónicos.
Dos hombres en un barco: la historia de la ceguera, el miedo
y el orgullo
Thich Nhat Hanh, también conocido como “Thay” (“maestro” en
vietnamita) es maestro zen, poeta y un gran activista por la paz. Cuenta con
más de 100 libros publicados y fue propuesto para el premio Nobel de la Paz por
Martin Luther King.
Entre las muchas historias que el maestro Thay nos suele
dejar, hay una que nos da un buen ejemplo sobre la insufrible necesidad del ser
humano por tener la razón. El relato se inicia en una mañana cualquiera en una
región de Vietnam. Era la década de los años 60 y el contexto bélico se
extendía en todas aquellas tierras antes tranquilas, serenas y marcadas por las
rutinas de su gente.
Ese día dos viejos pescadores navegaban río arriba cuando de
pronto, avistaron una embarcación que se dirigía a ellos río abajo. Uno de los
ancianos quiso remar hacia la orilla pensando que en ese barco iba el enemigo.
El otro anciano, empezó a gritar a viva voz alzando su remo convencido de que
era un pescador incauto y poco hábil.
Los dos pescadores empezaron a discutir entre sí como niños
en un patio de colegio, hasta que segundos después, la embarcación que iba río
a bajo los embistió de pleno lanzándolos al agua. Los ancianos se cogieron a
los restos de madera flotantes descubriendo que el otro barco iba vacío.
Ninguno de los dos tenía razón. El auténtico enemigo estaba en sus mentes, en
unas mentes demasiado obcecadas y en unos ojos que ya no contaban con la
agudeza visual de antaño.
Las creencias son nuestras posesiones
Las personas somos auténticas máquinas de creencias. Las
interiorizamos y las asumimos como programas mentales que nos repetimos una y
otra vez a modo de letanía, hasta procesarlas como una propiedad, como un
objeto que debe ser defendido a capa y espada. De hecho, nuestro ego es todo un
mosaico de variadas y férreas creencias, esas por las que más de uno no duda
perder a los amigos con tal de llevar siempre la razón.
Por otro lado, es conveniente recordar que todos tenemos
pleno derecho a tener nuestras propias opiniones, nuestras verdades y nuestras
predilecciones, esas que hemos descubierto con el tiempo y que tanto nos
identifican y definen. Sin embargo, cuidado, porque ninguna de estas
dimensiones deben “secuestrarnos” hasta el punto de arrojarnos a ese calabozo
de “mi verdad es la única verdad que cuenta”.
Hay quien vive inmerso en un diálogo interior que a modo de
mantra, le repite una y otra vez que sus creencias son las mejores, que sus
enfoques son inamovibles y que su verdad es un lucero de sabiduría inviolable.
Pensar de este modo les arroja a tener que ir por la vida buscando personas y
situaciones que validen sus creencias, y las “verdades” de esos mundos atómicos
y restringidos donde nada debe ser cuestionado.
Las consecuencias de vivir con este tipo de enfoque mental
suelen ser serias y casi irremediables.
La desesperante necesidad de tener siempre la razón y sus
consecuencias
El mundo no es en blanco y negro. La vida y las personas
encuentran su máxima belleza y expresión en la diversidad, en los enfoques
variados, en los distintas perspectivas de pensamiento ante los cuales, ser
siempre receptivos para aprender, crecer y avanzar.
Apegarnos al pensamiento único y en la imposición de una
verdad universal es ir en contra de la esencia de la humanidad, e incluso del
propio ejercicio de la libertad individual. No es lícito, no es lógico y
tampoco es sano. James C. Coyne, escritor, psicólogo y profesor emérito de la
escuela de psiquiatría en Universidad de Pennsylvania afirma que la necesidad
de tener siempre la razón es un mal moderno capaz de afectar a nuestra salud
física y emocional.
Según un estudio llevado a cabo en la Universidad de
Bradford (Reino Unido), cerca del 60% de personas con este tipo de perfil,
sufre úlceras, altos niveles de estrés y relaciones disfuncionales con la
familia. Además, y por si no fuera bastante, son personas que alteran la
convivencia de todo entorno en el que se mueven.
Para concluir, algo que todos sabemos es que nuestro a día a
día es como un fluir donde se entrecruzan varias y complejas corrientes. Todos
vamos en nuestros propios barcos, bien río arriba o bien río a bajo. En lugar
de obcecarnos en mantener siempre una misma dirección, aprendamos a alzar la
vista para no chocar los unos con los otros.
Permitamos el paso, creemos un mar de mentes capaces de
conectarse las unas con las otras para fluir en libertad y en armonía. Al fin y
al cabo todos buscamos un mismo destino, que no es otro que la felicidad. Así
que construyámoslo poniendo como base el respeto, la empatía y un sentido
auténtico de convivencia.
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