Para Frida Kahlo pintar era un modo de transformar el
dolor en expresión artística. Era su canal, su refugio, su forma de libertad.
Porque ella se negó siempre a ser víctima, entendió desde bien temprano que la
vida no merecía entenderse a través de su sufrimiento físico.
La vida para
Frida Kahlo era por encima de todo pasión.
Cuando uno admira su obra “La columna rota” (1944) no
puede evitar sentir un profundo escalofrío. En ese lienzo el simbolismo del
dolor adquiere más que ninguna otra vez, una intensidad palpable, física y casi
desesperante. Todos sus años de tratamiento y los aparatos ortopédicos que tuvo
que llevar, quedaron ahí grabados a modo de testimonio, de exaltación al cuerpo
físico como sinónimo de tortura.
La propia Frida explicó una vez que pintó todos aquellos
autorretratos porque se sentía sola. Más que querer canalizar el sufrimiento
físico necesitaba reencontrarse con alguien para explicarle cómo se sentía, y
esa persona no era otra más que ella misma.
El ejemplo de vida y de actitud de la célebre pintora
mexicana nos demuestra algo muy concreto: la creatividad es un vehículo, es un
mecanismo excepcional capaz de ayudarnos no solo a reestructurar el dolor, a
canalizar el sufrimiento. Las terapias expresivas como la pintura, la escritura
o la composición son también un modo de encontrarnos a nosotros mismos para
cuidarnos y recuperar la estabilidad emocional.
El sufrimiento y el artista torturado
A menudo nos gusta pensar aquello de que el arte, para
llegar a la cumbre de su expresividad y genialidad, necesita de una mente
torturada y un corazón herido. El arquetipo del poeta atormentado y el
novelista que escribe de forma frenética en sus noches de delirium tremens
sigue muy presente en nuestro ideario colectivo.
Sin embargo, más allá del sufrimiento, hay una realidad
psicológica que vertebra de una forma más profunda y delicada a este tipo de
personalidades. Nombres como el de Lord Byron, Edgar Allan Poe, Ernest
Hemingway o la propia Frida Kahlo son el claro ejemplo de una característica
muy concreta: la pasión. Las suyas no fueron nunca unas mentes ordinarias. De
hecho, y si los analizamos en detalle, nos daremos cuenta de que encajan a la
perfección en lo que Howard Gardner entiende por una mente creativa:
- La creatividad es un acto solitario
- Van más allá de lo ordinario, del sistema, de lo que es lógico o esperable para el resto
- La mente creativa toma riesgos, es atrevida
- Su potencial creativo está muy supeditado al mundo emocional
La tristeza y el dolor invitan al artista a encontrarse
consigo mismo
Una de las definiciones más acertadas sobre la
creatividad es la que nos ofrece el ensayista Richard Luecke. Para él, la
creatividad no es un estado mental, ni algo genético, ni mucho menos un
constructo asociado en exclusiva al coeficiente intelectual. Es un proceso de
desarrollo y un modo expresión orientado a resolver problemas o (aquí llega lo
más interesante) a satisfacer necesidades emocionales.
El sufrimiento es un catalizador para la expresión
artística, no hay duda, pero también lo es la felicidad, el miedo o incluso la
rabia. Sin embargo, el dolor encuentra en el arte un refugio muy catártico, ahí
donde la persona puede reencontrarse a sí misma, atenderse, bucear en sus
abismos de incertidumbre y fundirse en sus agujeros negros para salir fortalecido.
Aliviado.
Rufus Wainwright es un reconocido cantautor canadiense
que en el 2010 publicó un disco (All Days Are Nights: Songs for Lulu) donde
dejaba entrever, una por una, las marcas del sufrimiento que experimentaba en
aquel momento. En sus conciertos aparecía vestido de negro riguroso y pedía al
público que no aplaudiera entre canción y canción.
Acababa de perder a su madre, y en su mente se hundía aún
ese pasado traumático que arrastraba tras sufrir una violación con solo 14 años
de edad. En la actualidad, y tras un feliz matrimonio, su vida navega por un
océano emocional mucho más tranquilo, maduro y seguro. No obstante, no falta
quien le pregunta si la felicidad de hoy no le impedirá escribir “buenas
canciones” como las de hace unos años.
Rufus Wainwright
Wainwright es muy rotundo en este aspecto. Sabe muy bien
que en lo que se refiere al sufrimiento no hay un antes o un después, en
especial, en lo que se refiere a los traumas sufridos en la infancia. Los
demonios siempre bailan al lado de uno, nunca desaparecen del todo. Lo que
ocurre, es que llega un momento en que uno elige si ser víctima para siempre o
darse el permiso para ser feliz, a pesar de tener que vivir con ese recuerdo.
En sus composiciones, una buena parte de la tristeza del
pasado aún no ha enmudecido, sigue presente porque forma parte sí mismo y es
una pieza más del aliento que da forma a su creatividad. Sin embargo, también
la felicidad de hoy es un estímulo poderoso en sus obras. ¿Qué necesidad habría
de renunciar o negar alguno de estos aspectos?
Al fin y al cabo las personas somos una compleja amalgama
de emociones contrapuestas, de luces y oscuridades que conforman todo lo que
somos. Lo esencial es no rendirnos, como no lo hizo Frida Kahlo, debemos hallar
una pasión y hacerla nuestra a modo de refugio, a modo de catalizador, con el
cual dar al mundo lo mejor de nosotros mismos y a su vez cuidar de nuestro
propio universo emocional.
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