Por Daniel Esplugas
A lo largo de nuestra vida
nuestro estado de ánimo va fluctuando debido a multitud de acontecimientos y en
ocasiones sucede que nos sentimos tristes, preocupados, estresados o
desanimados. A menudo, estas sensaciones están relacionadas directamente con
hechos de nuestro día a día, como por ejemplo una discusión de pareja,
problemas en el trabajo, una enfermedad, etc.
En cualquier caso, es
esencial no culpabilizarnos por experimentar en un momento dado un estado de
ánimo negativo e incluso, me atrevería a decir que tampoco deberíamos ser
demasiado exigentes con nosotros mismos con tal de sentirnos de una u otra
manera, puesto que es normal que nuestro temperamento se vea condicionado según
la variabilidad de factores que pueden afectarnos como individuos.
Hemos de ser lo
suficientemente humildes como para entender que no podemos ejercer un control
absoluto sobre nuestras emociones y, ni mucho menos, respecto el total de
circunstancias que nos acontecen. No obstante, más allá de la emoción, lo
verdaderamente interesante es observar el tipo de respuesta que somos capaces
de dar ante un hecho determinado.
Es precisamente a esta
capacidad (sobre todo gracias a la publicación del best-seller de Daniel
Goleman) a lo que en los últimos tiempos se ha convenido a denominar como
“Inteligencia Emocional”. De todas maneras, ya en la Antigüedad el filósofo
presocrático Heráclito advirtió que “nadie puede bañarse dos veces en el mismo
río”, sugiriendo de esta manera que tanto desde una perspectiva interior como
exterior al individuo, todo se mantiene en un proceso de constante cambio.
Por lo tanto, como seres
emocionales que somos, considero que es primordial que entendamos que según las
propias experiencias que tengamos a lo largo de la vida, tendrán lugar en
nosotros diferentes estados emocionales, sin que ello deba suponernos algo
necesariamente bueno o malo.
Ahora bien, si una emoción
“negativa” (como por ejemplo la tristeza) perdura en el tiempo es evidente que
nos está advirtiendo de una posible psicopatología (como por ejemplo la
depresión). En este caso, se trataría de una especie de señal constante que al
activarse, nos obliga a pararnos y prestar atención a lo que está aconteciendo.
En ocasiones, cuando la persona no tiene capacidad suficiente para resolver
esta situación por sí misma, puede resultar del todo conveniente recurrir a la
ayuda profesional.
Sin embargo, lejos de la
tristeza, la depresión y de cualquier otra patología, con frecuencia ocurre que
las personas experimentamos una sensación continuada de vacío interior, de
falta de sentido o propósito en nuestra vida sin que aparentemente exista una
causa evidente. Y nos sorprendemos (y a veces también nos angustiamos) por
sentir ese malestar inespecífico.
Entonces, concluimos que
algo falla en nuestra vida e iniciamos algo así como nuestra particular
“búsqueda de la felicidad”. Esta búsqueda puede comprender una gama infinita de
tonos y colores, dependiendo de cada cual e implicando a menudo cambios
personales. Cambios que, a veces, son necesarios… De este modo, nos esforzamos
en liberarnos de todos nuestros sufrimientos y mirar de encontrar la felicidad.
Ahora bien, aunque esta
“búsqueda” en ocasiones pueda resultarnos beneficiosa y sernos también muy útil
para conocer más de nosotros mismos, en el fondo lleva en sí implícita una
contradicción de difícil resolución: mantener el deseo de alcanzar la felicidad
en un futuro está intrínsecamente asociado a una renuncia para lograr la
felicidad en el presente.
De la misma manera, es
evidente que todo aquello que se realice desde el esfuerzo implica cierto nivel
de tensión. Y, es lógico pensar que desde la tensión es muy complicado alcanzar
la armonía. Así pues, seguramente “la búsqueda de la felicidad” contenga una
paradoja que entrañe en sí misma una contradicción irresoluble. Y aún más,
cuando posiblemente no tengamos claro en qué consiste exactamente eso que
buscamos…
Con tal de solucionarlo,
debemos comprender que para alcanzar la felicidad, el primer paso que debemos
emprender sea precisamente el de cuestionar las ideas que socialmente hemos
aprendido acerca de este término. Pues quizá no se correspondan exactamente con
la realidad.
En primer lugar, debemos
aceptar que no existe ningún manual, guía o receta para obtener la felicidad.
Seguramente, si reflexionamos detenidamente, veremos que al final la felicidad,
lejos de acontecimientos externos, circunstancias personales o emociones
particulares, tiene mucho que ver con un estado de conciencia determinado. Un
estado que implique calma y sosiego para con uno mismo. Algo así como un “fluir
natural”. Y esto a su vez está muy relacionado con nuestra propia coherencia
como seres humanos.
Es decir, con el hecho de
mantener un estado equilibrado entre lo que pensamos, sentimos y hacemos. Lo
cierto es que, partiendo de la propia naturaleza de nuestra psique, la
coherencia está intrínsecamente ligada a la asunción de un estado mental
óptimo. Ya en 1957 el psicólogo Leon Festinger, a través de su teoría de la
“disonancia cognitiva”, explicó el esfuerzo atroz que nuestra mente realiza de
manera inconsciente con el objetivo de evitar conflictos entre pensamientos opuestos
que podamos albergar simultáneamente, llegando incluso a establecer estrategias
mentales para “autoengañarnos” o “autoconvencernos” de algo, a fin de evitar el
malestar interior que produce la incongruencia en nuestro sistema de creencias.
Ahora bien, a mi parecer
este proceso mental no deja de ser una especie de “mecanismo mental de defensa”
que requiere mantener activado y en constante tensión nuestro sistema cognitivo
y, por tanto, algo absolutamente alejado del estado de paz de conciencia al que
nos estamos refiriendo. En el fondo, este mecanismo sería algo así como hacerse
trampas al solitario… ¡Y perder la partida!
En cualquier caso, la falta
de coherencia existente entre las diferentes dimensiones de la persona se
relaciona directamente con la sensación de vacío interior, de la que hablábamos
anteriormente. Es decir, es muy complicado sentirse bien con uno mismo cuando,
por ejemplo, pensamos de una manera determinada y actuamos de manera contraria.
O cuando deseamos algo “con el corazón” y lo reprimimos “con la cabeza” a un
mismo tiempo.
Así pues, quizás sería bueno
dejar de asimilar la felicidad a cosas como el éxito, la alegría, el amor, el
placer, la salud o la riqueza y entenderla más bien como una sensación de
integridad total con uno mismo. Si la comprendemos de esta manera, veremos que
no sería incompatible abarcar la felicidad, sin por ello excluirla de las
emociones o circunstancias negativas que una persona pueda experimentar en un
momento determinado.
Así pues, en última instancia,
para ser felices sería necesario, por una parte, dedicar el tiempo suficiente a
“conocerse a uno mismo” (tal y como rezaba el Oráculo de Delfos) y actuar en
consecuencia y, por otra parte, a tener la honestidad suficiente como para
aceptar la misma naturaleza de la vida. Es decir, que no estamos exentos de la
fragilidad, la vulnerabilidad o el dolor. De este modo, la felicidad sería
entendida mucho más como una decisión y compromiso personal respecto el camino
que una persona decide emprender en la vida en coherencia consigo mismo
(aceptando los buenos y los malos momentos), más allá de cualquier otra
consideración.
Fuente: el post completo y original lo puedes encontrar en psicocode
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